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ISSN 1989-4163

NUMERO 95 - SEPTIEMBRE 2018

Ausencias

Francisco Gómez

No dejo de asombrarme de la capacidad, de la rapidez con que olvidamos a los que se han ido y estaban hasta hace poco a nuestro lado. Como si nunca hubieran sido en esta so(u)ciedad fría, rápida, competitiva e indiferente que entre tod@s hemos y estamos cavando. Como si el rastro por nuestras vidas no importara y no pudiéramos o quisiéramos, aunque sólo fuera unos pocos segundos, dar cuenta de ausencia de su falta, de su carencia entre nosotr@s.

Alguien a quien estimé me acusaba, entre otros múltiples fallos, de estar anclado en el pasado y esta “anormalidad” no me permitía vivir el presente y mirar con ojos confiados el futuro. Uno esbozaba una media sonrisa irónica y rumiaba para sus adentros: “vivir día a día con sus historias y azares, ¿no es echar las redes en el presente?”

Desde aquellas vacuas aseveraciones que demostraban conocerme menos de lo que presuponía, he soportado tormentas y sigo adelante en este oficio de vivir. Sé bien que nadie me recogerá si quedo en un rincón. Encadenar días, tardes y noches, ¿no es vivir el presente y las sucesiones de presentes una caminata lenta y prolongada hacia el futuro? Observo a veces que la ignorancia es muy atrevida y casi nadie conoce a casi nadie.

Sí, es cierto que cada vez hay más huecos en las galerías y en tardes doradas y noches desoladas, a veces nos visitan los fantasmas y los recuerdos pero, ¿quién no lleva una mochila en las costillas después de medio siglo en sus piernas?

Vuelvo a la cuestión inicial. Esta so(u)ciedad olvida demasiado rápido cuanto desea ignorar. El otro día falleció un buen hombre, un buen vecino de mi escalera. Nicolás. El único que se acercó de toda la comunidad a dar el pésame a la familia al tanatorio y la misa de su entierro fue este muá. Lo siento, pero para quien escribe, éste es un signo inequívoco de los tiempos deshumanizados, fríos e indiferentes que vivimos, que padecemos, nos asolan. Y a todos nos afectará. No lo duden. Si tú hoy pasas y no respondes a la llamada de humanidad que debería habitar en ti, mañana te olvidarán a ti. Así de claro, así de duro. Así de cierto. El hombre del siglo XXI, más comunicado, más informado de la Historia, con cientos, miles de supuestos amigos en las redes sociales, es el hombres más solo de la Historia, con menos valores y creencias para sostener su casa, guarecerse bajo techo cuando lleguen las turbulencias, los terremotos interiores, las desolaciones. Que llegarán...

Mi buen amigo Diego, también mayor, que caminaba con la curva de la interrogación entre el bastón y la gorra, con su mirada oculta tras sus gafas, también decidió un día de tantos visitar el otro lado y casi nadie advirtió su desaparición, su marcha, su ausencia. Sólo sus hijos y algún buen vecino. Y poco más, poco más. Los demás, olvido e indiferencia. Sentí que luchaba contra los gigantes de estaso(u)ciedad deshumanizada y rauda. Sentía, sabía que mi batalla estaba perdida de antemano y la rabia no serviría sino para acumular hiel en mi sentimiento y destrozarme. Díjeme: “nene, tienes que cuidarte de agentes externos patógenos. Deja que cada quisqui corra con sus velocidades...”

Cada día hago un recorrido mayor por un espacio, quietud de eternidad, reposo en silencio. Cada vez mi vía crucis personal es más largo, prolongado en este lugar mítico. Allí estaba sentado mi buen amigo Antonio que ha vivido muchas guerras entre sus cansadas y nervudas manos morenas llenas de faenas y fatigas. Sentado con su barret negro y su ropa que refleja tantas sombras. Ojos negros de luchas, sacrificios, esfuerzos y derrotas, me decía con palabras escasas: “Se me ha ido lo principal”. Estúpido le decía que tenía a sus hijas, sus nietos. Palabrería barata que no ha vivido tantas jornadas, tantas caídas, tantas amarguras entre sus manos y han castigado un corazón de hombre digno y bueno. “Ya no sé qué voy a hacer”, creía entenderle al acercar el oído a sus labios en retroceso.
No era capaz de decirle mis tonterías mientras pensaba en su Paca, su mujer, su compañera de vida por las intrincadas sendas de los días. Me miró. Nos miramos. Las lágrimas casi asomaban a sus ojos negros de pena negra por esta vida oscura. Nos dimos la mano, nos abrazamos. Nos besamos en las mejillas como hombres que hablan sin palabras. Me fui con la frente baja y un no sé qué en los ojos.

Silencioso y callado mientras pensaba en mi padre, en Nicolás, en Diego, en Paca, en Rosario, en...

La so(u)ciedad quedaba a lo lejos. Tras las colmenas.

 


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